“Mira, éstas no son arrugas, son cartografía en la piel, es la geografía del desierto que forma mi rostro, porque yo, soy el desierto”.

Para este poeta y escritor nortino – un “boomers” chaqueta de cuero negra y gafas para el sol, que podría ser confundido físicamente con Joan Manuel Serrat, quien se ha forjado intelectualmente fuera de los campus y de las academias, y ha logrado adjudicarse el último Premio Nacional de Literatura – su ADN está en la pampa salitrera, y cualquier documento que lo contradiga, será solo una paradoja existencial.

HERNAN RIVERA LETELIER / FOTO GLENN ARCOS


Para Hernán, habitar en el desierto más antiguo y árido del mundo, no se trata solo de tierra seca, sino que también de amar, soñar, y crear en un mundo sin clorofila, donde casi todo lo que necesitan los humanos para pervivir viene de afuera o de los pequeños sembríos y quebradas que atesoran la escasa humedad que genera la vida.
La mayor parte de la familia del poeta y escritor es del norte. Su padre era de Vallenar, mientras que su madre del sur, y por accidente prematuro nació en Talca, volviendo a vivir a sus tierras a los dos meses y medio de edad.


“Esta tierra es mi hábitat, como un zorro del desierto. Si yo me voy al sur de Chile o voy a países exóticos, el verde me empalaga a los tres días y extraño los cerros pelados donde crecí. He escuchado el silencio que en esta parte del planeta zumba como fuego mágico por los cables de alta tensión”, indicó. En ese momento, sus ojos inmediatamente se transforman, y comienza a hablar de su niñez y de la compañía de presencias que solo en estas latitudes tienen materialidad o sentido, como la soledad de un mundo abandonado o los ecos del silencio.

“Yo era el niño extraño de la patota, me iba solo a los cerros y caminaba por sitios nunca pisados por un hombre. Me sentía un astronauta que andaba en la luna o en otro planeta”. Con plenitud afirma que si no se hubiese criado en el desierto, no sería escritor, ya que el desierto fue quien le enseñó a encontrarse consigo mismo.


Para Hernán la soledad y el silencio son la puerta de entrada a la espiritualidad. Si crecía en Talca, tal vez no estaría escribiendo o estaría escribiendo completamente distinto. Él considera que hay tres paisajes de este mundo que sirven para el autoconocimiento: el mar, la montaña y el desierto, pero que el desierto es el más propicio, y que por eso se define por la soledad.


También menciona que en la memoria humana el desierto habitado no existe, que es una ilusión creada gracias a la constancia y a la perseverancia de los seres humanos que habitan en él. Sostiene: “las personas que habitan esta región de tierra desnuda, donde los hombres son capaces de todos los actos, de cualquier hecho heroico, y las mujeres son capaces de todos los sacrificios, son personas que amansaron este desierto, lo conquistaron y lo humanizaron cuando no había nada, son héroes que no hablan, son anónimos”.


Al tratar de entender por qué su imaginación no buscó refugio en otros paisajes, en los bosques o lagos donde se piensa que es la mayor expresión de la naturaleza, Rivera Letelier, nos describe parte de sus universos. “En la pampa no hay reino vegetal ni animal, solo está el mineral. Entonces ahí el aire no huele a nada. Es tan puro, porque no hay flores, no hay materia viva que emita olores. El viento es infinito, incoloro inodoro e insípido. Y cuando yo sentía el viento pasando por una botella, era música fantástica la que escuchaba”.
Luego continúa recordando su historia, cuando a los 18 años, un joven Hernán Rivera Letelier, quien no conocía nada más que La Pampa y Antofagasta, decide extender sus horizontes, renunciar a su trabajo, fabricar una mochila de lona y comenzar su travesía por Chile y el cono sur, viajando a dedo, “pidiendo aventones”.
Cuando pasó por la capital huasa de Chile, no dudó en visitar la casa familiar para convencerse que fue en el sur, en Talca, donde un lluvioso 11 de julio, en plena mitad del siglo XX, dio el primer grito, atendido por una partera.


Una vez de regreso al Norte, pasa a visitar a su padre, quien de acuerdo a las palabras de Hernán ya estaba viejo, jubilado, enfermo de silicosis (enfermedad de los mineros). En esta visita su padre lo invita a sentar cabeza y a dejarse de andar mochileando por ahí. Hernán notó que su padre estaba muy enfermo y que no le quedaba mucho tiempo, por lo que decidió dejar la mochila de lado y quedarse.
En la faena donde consiguió trabajo, había una fonda donde comían los obreros, pero la comida no era buena. Entonces comenzó a ir a otro lugar, a la casa de la dueña de la pensión, quien ofrecía mejor comida. La hija de ella, María Soledad Pérez, atendía la mesa. Hernán comenzó a fijarse que sus platos llegaban con la presa más grande. A los tres meses de volver de su gira por los países del Cono Sur, se casaron. Ella tenía 17 años y Hernán 26.
Tanto su infancia en la pampa salitrera, como su juventud recorriendo Sudamérica y trabajando como obrero en faenas mineras, le han entregado vivencias que lo han nutrido de un capital de memoria, conocimientos del alma humana y sensaciones que muchas veces la academia no otorga. “Veo todo por intuición, todo lo que hay en este mundo, por intuición. Tú sabes, yo no tengo educación, escribo por intuición. Yo antes escribía y me preguntaban: ¿cómo lo hiciste?, y yo respondía que no tenía idea”, señaló.
Hasta aquí hemos intentado descifrar la intimidad de este hombre, que sin pisar universidades, ostenta tres importantes distinciones, como Caballero de las Letras 2001, Premio Alfaguara 2010 y recientemente el Premio Nacional de Literatura 2022, además de una impecable producción literaria con obras traducidas a 23 idiomas y presente en los cinco continentes. Sus historias han sido llevadas al cine, teatro, radioteatro, musicales, ópera, cómic, fotografíaes, escultura y a la pintura. Quien también es esposo y padre de 5 hijos. Aventurero, trabajador, responsable de sostener a su familia por 47 años. Hermano, amigo, vecino, pampino y antofagastino por adopción.


Un hombre que se construyó con los materiales que disponía, hijo de una joven sureña que vino a la pampa y lloró cuatro hijos en los cementerios de flores de lata. Un pampino que comió lo que traían del sur en trenes y fue amante de los sabores de su infancia y juventud; de un buen café y un sándwich al desayuno, y al almuerzo, de una cazuela con baranda, o una porotada, o garbanzos o unas lentejas, acompañadas de la infaltable ensalada a la chilena con cebolla y tomate, y un bistec. “Andábamos a patá con los piojos, pero se comía bien”, agregó.
Pero por más nutritiva, sabrosa y territorial que sea la cocina pampina, no debe ser el único elemento que inspire a nuestro Caballero de las Artes y Letras, por eso continuamos la entrevista preguntándole si él considera que las carencias naturales del desierto son producto del devenir o son parte de algún plan divino para poner a prueba a los mejores hombres de la Tierra.

Hernán contestó: “me declaro en duda, soy un tipo que cree en la duda y duda de lo que lo que cree. Yo siempre he pensado que la duda es la que ayuda a avanzar a la realidad. Cuando se decía que la tierra era plana, alguien lo puso en duda y dijo: “no, es redonda”. Cuando se decía que la tierra era el centro del universo, alguien lo puso en duda. Pienso que si hay un Dios, sería algo increíble. Pero si no hay un Dios, también es formidable cómo se construye solo el Universo y nuestra realidad. Ambas cosas son maravillosas, por eso: ¿qué me queda a mí, un simple mortal? solo la duda”.
Para Hernán la duda prima más que las certezas. Recuerda cuando comenzaron a morir las salitreras en los 60s y la reciente muerte de la Reina Isabel (pampina), momento en el que pensó que ella murió así como se está muriendo el desierto.


Hernán cierra comentado: “mira, éstas no son arrugas, son cartografía en la piel, es la geografía del desierto que forma mi rostro, porque yo, soy el desierto”.

Por: Paula Herrera y Keyla Larrea G.
Fotografía: Glenn Arcos Molina

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